Esercizi di stile

 

  • Minificciones (en español) (2000), mini-racconti pubblicati in Ficticia 
  • La Balada de Max (en español) (2000) pubblicato nei siti El Rincón de la Poesía y Literatura e El mundo del cuento
  • El Pez en el Agua - Fin de un amor en cuatro finales (en español) (1999) pubblicato nel sito El mundo del cuento
  • Homo sum, humani nihil a me alienum puto (link alla pagina del sito Bookcafe dove è pubblicato questo esercizio di stile) (1998)
  • Lazarilla de la Gomera (1994)
  • Lemuri (1992)
  • Nondum matura est (1991)
  • Amore e morte nel labirinto (1990)
  • La bella e il libraio (1989)
  • Lanci aerei (1989)
  • Manicure (1988)
  • L'opera immortale (1988)
  • Alla ricerca del senso perduto (1985)
  • Versos
  •  
    Gaetano Vergara, 1985-2002 © All right reserved

     

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    LA BALADA DE MAX 

    El día que me mate, 

    los trenes llevarán 

    minutos de retraso. 

    El tiempo de barrer 

    mi cuerpo de las vías. 

    Max era un barrendero hijo de barrenderos, pero dijo a Angela que era un financiero de la City. Los viernes por la noche en el Hyppodrome, entre gin fizz y coca, le gustaba hacer el yuppie; no más un golpe y nada más. Pero ahora ya no era lo mismo. Angela era tan dulce y sensible; tan pura… 

    Max repensó toda la noche en aquel beso, en aquella mirada despejada y clara, en aquel perfume delicado de fruta e hierbabuena que lo había hecho volver a los prados verdes de su Kent - mientras en el Hyppodrome había un barullo infernal de tecno y copos. 

    Le parecía que la conocía desde siempre, y seguía preguntándose como había hecho hasta aquel entonces para vivir sin ella. Habían bailado toda la noche, estrechos estrechos como en un tango durante cuatro rápidas horas; luego ella le había dado un beso en la frente y había desaparecido. 

    Por la mañana, se encontró en las manos su número mientras estaba limpiando las cabinas telefónicas de Oxford Street, llenas como siempre de autoadhesivos pegados por doquier para publicizar pizzerías take-away, lavanderías sel-service, masajistas orientales, lolitas calientes e intercambios bi- homo- y trisexuales. Acaso se lo había hecho deslizar ella en el bolsillo mientras bailaban - ¡qué loca tan adorable!

    Decidió concederse un momento de reposo y llamarla. Quería invitarla a salir, y a la luz de una vela, le contaría la pura verdad. Estaba convencido de que lo entendería, dentro de sí sabía que ella no se ofendería tanto, Angela no era el tipo de persona que se fija en estas cosas... Pero tenía lo mismo miedo de perderla. Acababa de encontrarla y ya… Pensó limpiar cinco o seis adhesivos más y luego la llamaría enseguida. Mas después de tres pegatinas sacadas con mucho trabajo, su ojo fijó distraídamente un mensaje inequívoco: Angie, ángel diabólico - 748 - el mismo código - 84 85 67 - su mismo número -. ¡¡¡Llama pronto!!!

     Aquella mañana, Max limpió el locutorio de arriba a abajo como no había hecho nunca. 

    El tiempo de barrer 

    mi cuerpo de las vías.

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    El Pez en el Agua - Fin de un amor en cuatro finales

    Final 1

    "Un amor, cuando existe, es una prenda de los dioses que hay que saber cultivar con palabras y presencia. Un amor, cuando existe, no es una cosa cualquiera que puedes dejar allí y volver a tomar cuando quieras. Un amor que resiste es algo recio y delicado. No puedes descuidarlo, no puedes malgastarlo, no puedes olvidarte de él y volver cuando quieras. Un amor es una planta que puede desaparecer en cualquier momento, ahora mismo, o crecer en tu presencia, ahora mismo.

    ¡Vete pronto o quédate aquí; pero aléjate de la puerta! Yo también podría querer salir. No es nada fácil querer quedarme aquí en este intervalo de amor. No es nada fácil querer querer contra viento y marea".

    Final 2

    - ¿Qué estás pensando?

    - Nada

    - Nada el pez en el agua antes de ser pescado. ¡Venga! No es de ti estar tan callado…

    - Es que en este momento no puedo hablar. Si hablara ahora, más que palabras saldría vómito de mi boca. Estoy muy nervioso y no querría ensuciarte toda la casa con las palabras tristes solitarias y finales que estoy pensando.

    Final 3

    - ¡Vaya retórica! Nunca nadie me dijo que quería marcharse con conceptos tan barrocos. Oye, Góngora, yo también estoy cansada, requetecansada, de esta monserga, …de darte el chupete cada día y cuidarme de cada paso tuyo. Una mujer no es un canguro. Cuando no tenía trabajo y estaba siempre cerrada en casa a esperarte… todo bien. …Y ahora, ahora te vienes con estas gilipolleces…

    - Pero, si yo no he dicho nada de tu trabajo. Nada, nada de nada, ¡hombre!

    - ¿Nada? Estás todo el día criticándome, siempre con sornas sobre mi trabajo y mis colegas, siempre frunciendo las cejas y escogiendo los hombros cuando te hablo de mis problemas laborales, siempre nervioso… y ahora también callado, sólo porque ya no te dejo entrar y salir de mi chocho en cada momento... Una debe también pensar en otras cosas, no sólo en dejar crecer tu polla y esperar que el señorito tenga gana de hacer lo que le da la gana. ¡Basta ya! Yo también estoy cansada, antes y más que tú.

    Final 4

    - Eso. Eso pensaba. Eso pensaba…

    - Ponte en el culo todos tus pensamientos y márchate, que estoy harta de hombres que piensan ser el ombligo del mundo, …la polla fatal a la que debería atarme para salvarme del mal de vivir. ¿Sabes lo que te digo…? Desde hoy…

    - No me digas nada…

    - Desde hoy…

    - ¡Nada!

     

    Nada el pez en el agua antes de ser pescado… otra vez.

    FIN

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    LEMURI

    Buio pesto. Ultima corsa della metropolitana. Non posso perderla. Non posso fare ancora tardi. Strade deserte. Latrati. Sono solo le undici e venti, ma non c'è un'anima viva.

    Nessuno neanche fuori dalla stazione. Corro alla biglietteria deciso a fare il biglietto, per quanto sia tardi. Ma quell'uomo dietro lo sportello non è il bigliettaio. Non può essere il bigliettaio. Emaciato, senza denti. Giovanissimo. Bianco e spettrale. Ride come un ebete. Mi pare di distinguere gocce di sangue sulla manica della sua lurida camicia beige. Dietro di lui due ombre strappano una divisa. Ridendo.

    Lamenti.

    Corro forsennato lungo le scale che portano ai treni. - Prendetelo! Non lasciate sfuggire pure questo! -. Mi precipito lungo i corridoi. Passo dalla linea rossa alla nera, dalla nera alla gialla. Salgo scale mobili, percorro tapis roulant, corridoi interminabili, scale che salgono e scendono, ascensori. Attraverso due file di binari. Mi pare di sentirmeli sempre dietro, ridere inebetiti. Poi, dall'altro lato arriva un treno. Salgo le scale a tre a tre. Scendo precipitandomi sulla rampa. Cado e mi rialzo due o tre volte. Stanno per chiudersi le porte. Li sento ancora dietro. Il loro affanno si mescola al mio. Mi lancio tra le porte semichiuse. Un piede mi rimane incastrato. Ma sono dentro. Chiedo aiuto. Urlo che si sono impossessati della stazione. Non c'è un'anima viva. Nessuno che risponda.

    Alla fermata seguente le porte si riaprono. Libero il piede. Mi alzo e percorro il treno in tutta la sua lunghezza prima verso destra poi verso sinistra. Non c'è proprio nessuno. Mi siedo. Sono sulla linea gialla. Sul versante nordest della città. Tra due fermate arriverò nei dintorni della nuova casa di Helga. Scenderò da lei. Spero di trovarla. Spero di trovarla in casa più che mai. Come non mai.

    Che ne avranno fatto del bigliettaio? Lo stavano uccidendo. Cercavano una dose. Si sono impossessati della stazione. Gli avranno succhiato il sangue. Lo avranno immobilizzato con gli aghi. Forse volevano solo il prezzo del biglietto. Si sostituiranno ai padroni delle ferrovie. Prenderanno il posto dell'autorità costituita. Non c'è un cane stasera.

    Ci siamo. Scendo. Percorro il corridoio. I miei passi rimbombano per tutte le pareti. Si moltiplicano. Diventano folla. Salgo su per le scale mobili, ora ferme, inattive, immobili. Affannato, sudato, sconvolto, giungo alla superficie e incontro te. Ti vedo di spalle. In divisa blu. Sorrido sollevato. Mi avvicino. Signora. Signora! Non ti giri. Ti tocco la spalla. Sei tutt'ossa. Ti scuoto. Ti volti. Mi fissi con gli occhi spenti nel viso emaciato. Ridi inebetita. Sotto la giacca non hai una camicia. Hai le labbra e il collo sporche di sangue. Sei bianchissima. Non hai seni. Ti si conterebbero le costole, se uno avesse la calma per farlo. Mi afferri i polsi con le tue mani scheletriche. Da dietro qualcuno mi fissa un ago sul collo. Tu mordi le mie braccia e cominci a succhiare. Qualcun altro mi azzanna le gambe. Mi sento mancare. Vi fermate. Mi mettete tre aghi immobilizzanti in tasca e tra risa ebeti mi consigliate di andarmi a cercare una buona succhiata. Mi lecco le ferite.

    Spero che Helga sia in casa. Spero di trovarla più che mai. Come non mai.

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    LAZARILLA DE LA GOMERA

    Si conoscono sulla strada che porta a una rappresentazione di marionette messicane, in un parco di Parigi.

    Lei è un'isolana spagnola poco più grande di lui, ma sembra una ventenne. E' snella e morena; ha due grandi occhi neri in cui perdersi. E' sveglia, sensibile ed inquieta. Lavora come animatrice sociale utilizzando musica e danza. Ha undici fratelli. E' di modeste origini contadine. Si trasferirono dai colli in città quando lei aveva sette anni. Prima non aveva mai visto un treno, un cinema o una scuola. Ha una profonda coscienza sociale, una incessante voglia di agire e un perfetto dominio del proprio corpo: canta e danza anche quando parla e cammina. Ha occhi da cerbiatta. E' ingenua e perspicace, innocente e piena di esperienze. Limpida. Parla con gli occhi, con le mani e con tutto il corpo sinuoso.

    "E il naufragar mi è dolce in questo mare..."

    Lui eri tu. Tu che ancora io compiango. Tu che piango e rimpiango.

    Vi conosceste e parlaste per cinque giorni e quattro notti di voi, delle vostre vite, delle vostre sensazioni e segreti.

    "Come sembrava variopinto e interessante il nostro reciproco passato concentrato così in un racconto di pochi giorni! Poche ore! Il tempo di un respiro!". Il suo ultimo respiro...

    Esplorarono Parigi insieme. Mangiarono insieme. Dormirono insieme. Cantarono insieme. Guardarono insieme la luna fino a vederla sparire dietro i palazzi di boulevard Magenta.

    "Come è caldo il sapore delle tue labbra... Come è aspra la tua pelle scura".

    L'ultimo giorno andaste a Les Tango; c'era una festa di salsa e merengue. Danzaste e brindaste insieme decine di volte. Lei era una gazzella, tu un orso in letargo risvegliato al ritmo dei suoi passi sapienti. E presto ti sentisti anche tu a tempo con la tuba e la grancassa.

    "Qui è molto bello, peccato che non ci sia il mare... Domani torno alla Gomera. Mi dispiace...". E i discorsi sul futuro, gli impegni e bla bla bla: l'unica volta che ti assentasti dalla sue parole: ascoltasti e non sentisti come facevi sempre anche con noi. Poi brindaste ancora una volta. L'ultimo giro di danza a Parigi.

    "Mi gira la testa. Mi gira la stanza intorno. Gira Parigi. Gira tutto il mondo al ritmo pigro dei nostri passi.

    Non andare più a tempo con la musica di fuori. Uno-dos-Uno--dos---Uno--Dos. Rallenta. Rallenta. Ascolta solo il ritmo lento della nostra canzone..."

    Al ritorno lei le fa da Lazarillo e lui fa il cieco. Lei lo conduce per le strade di Madrid e lui le si affida completamente. Dopo quasi un'ora di perfetta sintonia, per quanto ubriachi, giungono così allacciati alle porte della pensione in cui lei alloggia. Lui finalmente riapre gli occhi. Si baciano. Lei non vuole che lui salga. Tornano a baciarsi. Si abbracciano e si baciano ancora. Lei gli scrive il suo indirizzo dietro il cuoio grezzo della cintura.

    "Scrivimi presto".

    E gli si congeda carezzandogli il viso e la mano. Lui non dice una parola.

    Per la strada facesti di nuovo il cieco. Ma senza la guida istintuale e sensuale della tua Lazarilla ti sentivi già perso. Del tutto smarrito. Naufrago e disperato. Gli occhi chiusi, stretti, ermeticamente serrati. Attraversando Boulevard Lenoir con la borsa penzolante sulla spalla sinistra, risentisti il braccio di lei. Sorridesti. Poi un auto. Un grido. Il suono prolungato e disperato di un clacson nella notte. La fine di un'altra storia.

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    AMORE E MORTE NEL LABIRINTO

    - I -

    Dopo due ore di cammino alla ricerca del Minotauro, Teseo incontrò i due giovanetti e il loro lattante.

    Erano da sette anni nel labirinto.

    Entrati sette inverni prima con quattordici vittime - sette fanciulli e sette fanciulle - che ogni anno venivano sacrificati al mostro, erano riusciti a schivare tutti i suoi attacchi e a sopravvivere mangiando terra, bacche, arbusti e i pezzetti di corpi brandellati dei novantasei infanti immolati nel corso dei loro sette anni di permanenza.

    Cresciuti insieme, avevano scoperto la fame, l'ansia dell'attesa e l'amore, prima l'un per l'altro, poi ancora insieme e per il figlioletto. Avevano tentato invano la via della fuga, progettando ali che ripetessero il volo di Dedalo e lasciando segni sui passi percorsi. Ma lui ripeteva che solo dall'alto si sarebbe potuto districare l'intrigo, ed entrambi erano in cuor loro soddisfatti di quella vita angusta, costretta e ristretta.

     

    - II -

    In un primo momento, presi dalla fame e sempre più assimilati all'esigenze e movenze del Minotauro, attaccarono Teseo. Poi, saputo lo scopo della sua missione, gli si allearono.

    Insieme combatterono il mostro, difendendo dai suoi attacchi il lattante. Ma in un infausto istante, dopo sette anni di resistenze e conflitti, fu bello e compiuto il loro destino. Con un solo colpo, tra le due enormi mani pelose, il terribile mostro li afferrò e dilaniò.

    Fu allora che Teseo, approfittando dell'istante, colpì alle spalle il Minotauro trentacinque volte, fino all'ultimo tremendo sospiro.

    Sette ore dopo, l'eroe portò in salvo il lattante consegnandolo nelle mani di Arianna, bella e in palpitante attesa dall'altro capo del filo.

     

    - III -

    Arianna decise di adottare il bambino. Teseo acconsentì. Ma non ebbe il tempo di vederlo crescere, perché risentì l'antico richiamo del mare e si imbarcò alla ricerca di virtù e conoscenza.

    Il bimbo, crescendo, spiava l'alcova vuota di Arianna e insisteva di volere riempire quel vuoto. La notte, sognando Teseo, Arianna cominciò a stringerlo a sé sempre più forte, e il bambino non era già più un bambino.

    Dopo ventun anni di assenza, Teseo tornò stanco e vecchio a quel letto, pieno di nostalgia e di amore. Ma il giovane lo afferrò alle spalle e lo colpì trentacinque volte fino a che il sangue non cambiò il colore delle sue mani, delle lenzuola e delle vesti di Arianna.

    Il giovane pianse per settanta giorni e settanta notti, e al settantunesimo Arianna urlò la rivelazione un attimo prima di tagliarsi le vene nella vasca piena di profumi. "Non eri suo figlio. Non sei mio figlio."

     

    - IV -

    Mentre scavava con le mani la tomba dei padri putativi innaffiandola di fiumi di pianto, un vecchio cieco raccontò al giovane il viaggio di Teseo e Arianna a Micene ventun anni prima.

    Il giovane si alzò di scatto, gettò via la terra dalle mani doloranti e corse verso il mare.

    Due giorni dopo era tornato a Micene, nel labirinto.

    Girò per tre giorni e tre notti per quel dedalo di vie, sentieri, strade e straduzze, e al quarto inciampò nello scheletro monumentale del Minotauro. Pianse su quelle ossa come su una tomba familiare. Poi decise di tornare ad Atene per scolpire le forme divine della sua amante e madre putativa.

    Ma senza il filo di Arianna, senza il cordone materno di Arianna, senza la guida teologico-sensuale di Arianna, perse la via del ritorno e compì il suo destino vagando fino alla morte da solo, senza meta e senza vie d'uscita.

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    LA BELLA E IL LIBRAIO

    Chi era quella donna? Cosa faceva lì fuori? Perché da tre giorni entrava e usciva dai miei sogni e si affacciava continuamente nei miei pensieri?

    Qualunque voce femminile entrasse nel negozio pensavo fosse la sua. Pensavo si fosse decisa ad entrare - perché a me sembrava sempre che lei fosse fuori alla libreria lì lì per entrare e poi alla fine bloccata da qualcosa. Ma da che cosa?

    Credevo di vederla tra le sagome indistinte delle persone impalate alla fermata dell'autobus. La intravedevo tra la folla trascinata sui marciapiedi del corso. La vedevo, la vedevo per davvero, sempre lì a passeggiare fuori dalla libreria. Da tre giorni, ogni mattina, per un'ora o due, lei non faceva altro e io non facevo altro che guardarla.

    I clienti mi chiedevano l'ultima uscita di quell'autore tedesco di cui non ricordo il nome, quello che ha scritto quel romanzo sul profumo; qualcosa sull'allevamento delle lumache; un libro adatto per un bambino di otto anni a cui non piace leggere e guarda solo la televisione; l'ultima uscita del comico di turno e un bel classico di quelli che vanno bene anche sulla spiaggia. E io li servivo senza proferire parola. Buttavo il libro nella busta bianca, battevo cassa, indicavo il prezzo, prendevo i soldi e davo il resto (nessuno viene mai coi soldi contati, pagano sempre tutti con cinquanta e centomila lire, quando non vengono con quelle odiose carte magnetiche): facevo ogni gesto automaticamente e senza pensare mentre controllavo il ritmo lento dei suoi passi in stato di trance; poi, appena i clienti stavano per imboccare la porta di uscita, mi veniva di chiamarli e conversare con loro di lei: domandare se sapevano chi fosse e cosa facesse lì, chiedere un'impressione e un giudizio, spiegare che era lì da tre giorni, o perlomeno erano tre giorni che l'avevo notata e che lei passava e spassava fuori dalla libreria per un paio d'ore, come se volesse entrare, ma poi non entrava e svaniva come in un sogno. Avrei voluto anche confessare a qualcuno che era tre giorni che la sognavo. Dentro di me speravo che le riferissero il mio interesse e la fulminea devozione che provavo per lei. Ma non ebbi mai il coraggio di parlarne con nessuno, e continuavo a interrogarmi da solo. "Chi è?" "Che fa?" "Perché passa e spassa da sola?".

    Al terzo giorno cominciai a frullare ipotesi e a raccoglierle sui piccoli foglietti bianchi che usavo per i conti e le prenotazioni. Al quarto giorno lei scomparì. Ma io continuai a interrogarmi.

    Fu così che buttando giù ipotesi e progetti diventai da libraio scrittore. Ed ora ricordo di lei solo le mie parole.

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    LANCI AEREI

    Erano due ore che Warkrieg mi inseguiva nella sua mongolfiera nera brandendo la sua enorme spada. La vedevo luccicare al sole e mi abbagliavo di quel fulgore. Tiravo disperatamente le mie lance d'argento e già presentivo quella lama infuocata sul mio giovane collo imberbe. Neanche una si avvicinava al nero bersaglio lucente.

    La mia vista era ubriaca di quei bagliori. Confondevo la spada coi raggi del sole e le lance erano troppo pesanti per le mie braccia inesperte.

    Decisi di smettere i miei inutili tiri al bersaglio per concentrare lo sguardo sulla mongolfiera baluginante di Warkrieg: entrambe le mani mi facevano da schermo contro il lucore della terribile lama. Vidi il suo velivolo avvicinarsi al mio. Tremai così forte da scuotere il mio aerostato e rallentarne ulteriormente la corsa. Per riprendere velocità gettai via le ultime due zavorre di sabbia e piombo. Ma Warkrieg continuava ad avanzare verso di me, verso la mia giovane vita. Disperato, tirai ancora una lancia dal gigantesco forziere che il Re mi aveva dato in dotazione, e nel lanciarla mi resi conto che pesava almeno quanto la zavorra. Avevo ancora trentanove lance nell'aerostato. Le ho contate a mano a mano che le gettavo a mare per alleggerire il peso del mio velivolo e volarmene via, alla faccia di Warkrieg e del Re.

    Mentre mi allontanavo nell'aria, gli gridai che avrebbe dovuto buttare in acqua la sua spada ingombrante, se avesse voluto raggiungermi. Ma non credo che abbia voluto seguire il mio consiglio. Forse non avrebbe neanche potuto. Sembrava anche lui come accecato dalla luce terribile di quella lama, e il vento continuava a spirare in senso contrario impedendogli di seguire il suono flebile della mia voce.

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    "NONDUM MATURA EST"

    ovvero

    Il Monaco Sordo e La Volpe Faconda

     

    Il monaco sordo vide la volpe che tendeva all'uva e simulava disprezzo e scoppiò a ridere dentro di sé. Fuori nessuno avrebbe detto che il monaco trovava la scena risibile. Ma dentro era una tempesta esilarante di grida, sbuffi e cachinni.

    Quando la volpe cominciò a sentirsi osservata, si distolse dal suo mal dissimulato impegno, abbassò gli occhi e fece l'indifferente. Finse di trovarsi lì per caso e si dedicò all'osservazione dei fiori, delle piante, dei balconi delle case e degli alberi di mele, senza soffermarsi su nulla in particolare. Il monaco, invece, non si peritava di nascondere che la sua attenzione era tutta rivolta alla volpe. La fissava con insistenza, con quella sfacciata indifferenza che in genere si dedica alla contemplazione di un quadro o di un paesaggio, ma non a un essere vivente - per quel pudore che abbiamo a incontrarci o scontrarci per troppo tempo con lo sguardo che sta davanti a un'altra vita. Ma il monaco sordo non era neanche sfiorato da questi problemi, e continuava a fissare la volpe inerme.

    Sotto il fuoco crepitante di quello sguardo, la povera creatura cominciò a sentirsi investigata, trapassata, vivisezionata, squartata dalla luce oscura di quegli occhi mobili e penetranti. Si fece forza, raccolse tutta la sua arte della finzione e gli si avvicinò cercando di celare il suo ingombrante imbarazzo.

    "Bella giornata, vero?", disse charmant cercando di rendere la sua voce quanto più bella e brillante. Non sapeva e non si era ancora resa conto che il monaco non avrebbe potuto sentirla, e continuò a parlare del più e del meno: dell'uva non ancora matura, del fatto che la frutta le piaceva più guardarla che coglierla, delle quattro stagioni e del tempo. Il tempo e il suo scorrere inesorabile. Ed il tempo scorreva. Inesorabile. Ed il monaco sordo fissava inesorabile i movimenti eleganti della bocca della volpe senza ascoltare una parola.

    In verità, se anche avesse potuto sentirla, non gli sarebbero interessati affatto quegli sproloqui e quelle sue giustificazioni recitate ad arte e con perfetta intonazione. Quello che il monaco desiderava era guardarla, tenerla tra le mani, baciarla dappertutto, accarezzarle il pelo fulvo, strofinarle le dita sotto il mento fino a farle chiudere gli occhi e stringere i denti nell'estasi e nella fantasia amorosa del dopo. Quello che al monaco interessava era conquistare quella bella preda né acerba né matura, esercitare su di lei il suo potere, dimostrare attraverso il soggiogamento di lei la sua esistenza, vivere, vivere in lei e sentire con tutti i sensi a sua disposizione il brivido dell'amore che muove le montagne e prova, in fondo, anche l'esistenza di un'estasi divina che lui credeva e sperava infinita nel tempo ultraterreno che lo aspettava dopo la vita. E intanto la volpe continuava a parlare dei fiori, delle piante, dei balconi delle case e degli alberi di mele, senza soffermarsi su nulla in particolare.

    Lui aveva capito fin dalla prima visione di quell'animale allungato sotto i tralci della vite del monastero, che era all'uva che lei tendeva. Ma la bella creatura era troppo orgogliosa per rivelarlo perfino a se stessa. Il monaco aveva letto di quella tipologia caratteriale animale sui libri degli antichi precristiani. E la sua intelligenza e la sensibilità che aveva a supplemento dell'insufficienza uditiva, gli fecero subito associare il corpo esteso e allungato della volpe al desiderio dell'uva. E intanto il suo proprio desiderio gli si estendeva ed allungava sotto il saio, urtando le due estremità del cordone che gli stringeva la vita.

    Per distrarsi dai suoi bassi istinti e per attirare l'attenzione ammirata della volpe, il monaco si avvicinò alla vite, tese in alto la mano e strappò un grappolo di uva bluastra. Ne mangiò qualche acino assaporandone lentamente e intimamente il gusto cangiante: la liscia pellicina, la polpa dolce e saporita, l'agre legnosità dei vinacciuoli, il retrogusto aspro e delicato; la prospettiva della trasformazione in succo, in mosto, in vino, in prezioso distillato: la grappa miracolosa del fratello Ubaldo; il dolce sciroppo di fra Consalvo; le marmellate balsamiche delle sorelle carmelitane: tutto, tutto ciò dimostrava la grandezza e l'infinita bontà celeste; tutto ciò dimostrava meglio di qualsiasi prova pseudo-razionale che Dio esiste ed è buono grande e miracoloso.

    Intanto, la volpe vagheggiava di avere delle ali per innalzarsi più in alto delle mani di quell'odioso omaccione di un metro e settantotto di statura. Che soddisfazione sottile sputargli sulla chierica lucente i vinacciuoli e le pellicine ben ripulite nel liquido salivale! Che gioia umiliarlo e farlo rodere nell'invidia dicendogli che i grappoli più si trovano in alto più sono buoni! Come sarebbe stato bello vedere il mondo da lì sopra, abbracciare con lo sguardo un cerchio più ampio di terra! E mentre si trastullava a concepire con la mente tali desideri, sentì il suo corpo librarsi nell'aria sospinto da una forza estranea e misteriosa. Sentì la sua testa tra i pampini e i viticci, le zampe a contatto coi grappoli e una stretta forte intorno allo stomaco.

    Solo quando stava per ingurgitare il primo chicco, si rese conto che era nelle mani del monaco. Il primo istinto fu quello di gridare. Era pronta a ordinargli di metterla giù, ma il desiderio di assaporare quell'uva sconfisse quell'istinto fino a farle spostare l'attenzione dal monaco al chicco che aveva tra i denti acuminati. Per oltre un'ora, se ne stette buona buona a mangiare quell'uva buonissima, matura al punto giusto, migliore di quanto la sua capacità di astrazione fosse riuscita a immaginare e pregustare. E per oltre un'ora il mondo si fermò intorno a lei. Nulla esisteva al di fuori di quel nettare e delle papille gustative che le permettevano di percepirlo.

    Da sotto, il monaco la vedeva inebriarsi di quel succo tanto ansimato e piangeva dal piacere. Quanto sono monche le nostre parole! Quanti meravigliosi messaggi si sprigionano dalle grate del nostro corpo! Quale vocabolario, quale grammatica, quale poesia avrebbe mai potuto aiutarlo a esprimere l'esaltazione, il piacere e la soddisfazione che emanavano da quel viso e si riflettevano nei suoi occhi e lo scuotevano tutto in vibrante sintonia.

    Mentre il monaco era immerso in questi pensieri e sensazioni, la volpe fu finalmente paga e tornò a riattivarsi la sua percezione del mondo esterno. Si guardò intorno come vedendo per la prima volta ogni cosa. Vide il monaco fissarla rapito. Guardò in quegli occhi pieni di estasi e desiderio e se ne innamorò fulmineamente.

    Per la prima volta sentì crescere dentro di sé una maturità nuova e silente.

    La stragrande maggioranza delle nostre comunicazioni interpersonali si svolgono su un piano non verbale. Quando abbiamo di fronte un interlocutore, pensiamo di comunicare con lui soprattutto attraverso le parole; e invece il nostro corpo manda miriadi di messaggi non sempre controllati dalla nostra coscienza, non sempre coerenti con quello che diciamo.

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    MANICURE

    Smise di mangiarsi le unghia e torturarsi la pellicina delle dita solo quando si sposò, all'età di ventisette anni.

    I primi cinque anni da sposa furono anni bellissimi: le dita sempre curate, le unghia smaltate di rosa corallo, i capelli sempre a posto e la pelle profumata di glicine, sandalo e violette. Furono anni bellissimi anche se la figlia bionda, rotonda e dalle mani curatissime che lei desiderava, tardava a venire; non veniva; pareva non volesse arrivare affatto. Col tempo il leggero malessere montò in nostalgia, in malinconia, in vuoto; fino a sprofondarla nella più cupa disperazione e a riportarle alla bocca le mani. Il marito rientrava sempre più tardi, talvolta se ne stava tutta la notte chissà dove, e lei con lo sguardo fisso nel vuoto restava immobile nella poltrona di fronte alla finestra con l'indice e il medio della mano destra stretti fra i denti. Ormai non profumava più di violette, sandalo e glicine, ormai era sempre più trascurata nell'aspetto, nei capelli, nelle unghia, nelle dita, nelle mani. Ed il marito non le rivolgeva più la parola, né un solo sguardo. Due anni dopo fece le valigie e se ne andò senza lasciare alcuna spiegazione, e lei riprese a gustare il sapore di polvere, escrementi, cibo, epidermide e tabacco che si nascondeva nei recessi delle unghia. Quando sfregava l'unghia sull'apice dei denti, sembrava non ci fosse alcunché da sentire. Ma quando poi la lingua andava a ripulire lo strato polveroso che si era attaccato tra gli incisivi e il molare, riusciva a distinguere ogni profumo che le era passato per le mani nel corso del giorno. Soprattutto risentiva il sapore inebriante di se stessa e sprofondava nei ricordi di un'infanzia in cui si rivedeva felice. Presto si rese conto che non le bastava sfregare quelle unghia sugli incisivi inferiori. Se avesse voluto continuare con le sue visioni avrebbe dovuto poggiare l'unghia sui denti e dare piccoli, continui morsetti fino a sminuzzarla e polverizzarla, come quando era bambina. E così fece, inebriandosi di ricordi e visioni per diciassette giorni.

    Quando la vidi la prima volta era riversa sul pavimento priva di sensi, con la mano insanguinata distesa lungo il corpo. Le curai le falangi ormai del tutto prive di unghia e la pelle con tutto l'amore possibile. Per me è stato un autentico colpo di fulmine. Ora mentre scrivo lei ride con la mia sinistra in bocca e mi chiede di posare penna e fogli per riassaporare il gusto dell'indice della mia mano destra. Le chiedo solo di non strapparmi le pellicine tra i denti e butto via la penna

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    L'OPERA IMMORTALE

    Erano un paio di settimane che spiavo i movimenti affannati di quel vecchio quando mi decisi, finalmente, a chiedergli perché veniva ogni giorno a Plaza Mayor ripetendo con tanta fretta e ansia quello stesso rituale.

    Senza scomporsi, ma continuando la sua corsa e il suo impegno quotidiano, mi disse che la cosa durava da un paio di anni, e non solo lì a Madrid sotto i portici di Plaza Mayor. Prima era stato a Parigi, a Montmartre e nei pressi di Notre Dame; a Firenze, sul Ponte Vecchio e fuori il Plazzo Pitti; a Roma, sulla scalea di Piazza Navona e a Piazza di Spagna; a Londra, a Covent Garden; a Venezia, in Piazza San Marco e sul Ponte degli Scalzi, e in decine di altre strade, piazze, ponti e giardini di tutta Europa, che al momento non riesco a ricordare.

    Mi spiegò che aveva sudato tutta la vita per lasciare ai figli, ai nipoti e ai nipoti dei nipoti un segno tangibile della sua presenza, un lavoro persistente, un'opera immortale.

    Aveva inaugurato negozi e ristoranti in mezzo mondo. Aveva edificato case e ripopolato foreste. Aveva aperto ospizi, scuole e case di cura. Aveva girato il mondo in lungo e in largo, lasciando ovunque biglietti da visita, registrazioni audio e video e firme su contratti e fotografie. Aveva pubblicato articoli e libri a suo nome comprandoli a mediocri scrittori mercenari. Aveva posseduto centinaia di cani, gatti, cavalli, tigri, leoni, ed uccelli di ogni tipo e inseminato donne di tutte le razze e colori per imporre a figli ed animali il proprio nome e cognome. Aveva adottato bambine e bambini bianchi, rossi e neri e sponsorizzato il restauro di opere rinomate e palazzi di interesse storico. Aveva scritto il suo nome sui muri, l'aveva inciso sugli alberi e nella pietra, l'aveva tatuato sulle braccia dei carcerati e sulle natiche delle puttane.

    Aveva lasciato impronte, segni, parole, immagini e suoni registrati in cinque continenti. Ma ancora non era soddisfatto. Ancora non era convinto che la memoria di lui, delle sue gesta o almeno della sequenza di quattordici lettere che componevano il suo nome potesse resistere al logorio del tempo per più di un paio di generazioni.

    Era per questo che a 89 anni vagava come un pazzo tra i ritrattisti di Plaza Mayor e di tutta Europa, posando per decine di riproduzioni al giorno e consumando gli ultimi residui della sua fortuna nell'acquisto della sua immagine variamente ripetuta.

    Mentre se ne stava seduto di fronte a un minuto caricaturista orientale, mi confessò che sperava che tra quei giovani artisti spagnoli, brasiliani, tedeschi, giapponesi, italiani, francesi e coreani, potesse nascondersi un Modigliani, un Bacon, un Picasso, un Van Gogh, un Goya, un Tiziano, un Raffaello che sarebbe riuscito a immortalare per lo meno il suo busto contro l'usura inesorabile del tempo. Con gli anni, si era reso conto che solo agli artisti eccelsi era data la possibilità di resistere all'erosione dei secoli. E visto che la Natura non gli aveva dato un talento creatore, sperava che se non un suo ricordo per lo meno la sua immagine potesse finire conservata in un museo a futura memoria (per quanto deformata, reinterpretata e mutilata). Se non c'era riuscito col suo operato, poteva ancora riuscirci attraverso l'opera altrui. Sempre che quegli artisti da strada non rivelassero altrettanta imperizia degli scrittori mercenari cui si era già affidato per il passato...

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    ALLA RICERCA DEL SENSO PERDUTO

    Quando mi affacciai la sesta volta vidi che c'era il mare. Decisi allora che sarei partito per l'Occidente. Cercavo il senso della vita. L'avevo già chiesto a Orbasawa e a Lao Tse, ma non capivo il loro dialetto, o forse non avevo l'età giusta, forse i miei vent'anni erano già troppi più dei loro…

    Rubai le stampelle ad un mercante zoppo. Imparai allora che a quattro zampe si cammina lento. Feci una croce con le due stampelle e le lasciai in cima ad un monte; poi mi gettai nel mare. Mi lasciai cullare dalle onde finché non mi raggiunse un vascello; fui felice.

    A bordo mi spogliarono di tutto. Capii che non conviene fidarsi dei pirati bretoni. Arrivai in Europa nudo e infreddolito. Venezia era molto bella, ma avevo paura a camminare su quelle strade lastricate d'oro e d'avorio. I gioielli richiedono troppa attenzione. Da Oriente a Occidente avevo già capito che senza si cammina meglio.

    Decisi di cominciare le mie indagini.

    Chiesi ad un folle il senso della vita; mi fece segno di raggiungerlo in sanatorio. Non capivo le sue parole. Mi disse poi che era muto. Quando volevo uscire era già troppo tardi. Restai rinchiuso lì per novantaquattro anni. Studiarono a lungo il mio caso: non comprendevano il mio accento. Mi salvò un tale Polo Marco; con lui arrivai a Praga. Presi parte a una spedizione che non capii cosa cacciasse; ma sui roghi bruciarono in molte, e molte bellissime. Quando i cadaveri cominciarono a puzzare troppo, me ne andai in Francia. Mi arruolai nella legione straniera. Ricordo che allora bevevo bordeaux per dimenticare. Ma in quei bicchieri non si leggeva il senso della vita. Giunsi ad Atene. All'ombra del Partenone, Sibilla la zingara mi parlò dell'Egitto.

    La Sfinge era più muta del pazzo. Chiesi a una piramide perché non parlava. Poi inciampai in un decalogo e mi svegliai in un giardino spagnolo. Si parlava di Aristotele e Platone. Ma avevano entrambi ragione, e io non capivo il senso della vita.

    Chiesi asilo politico ad un prete di Roma. Lessi lì di Cusano. Volai in Germania alle 12 e 40. Mi confusero per un ebreo. Tornai in Ispagna, ma le cose non volsero al meglio. Per salvare la pelle mi aggregai alla ciurma di Cristóbal Colombo.

    Ammirarono tutti l'Empire State Building dopo che vennero teutonici e bretoni. Volli salire all'ultimo piano, ma il cielo era molto più su. C'erano delle foto dell'Himalaya. Solo dall'alto si poteva inquadrare l'Everest in tutta la sua grandezza.

    Cominciai a capire qualcosa; fui felice di essere stato spogliato di tutto e di non avere più oro né stampelle.

    Decisi che non avrei più cercato il senso della vita.

    Feci un viaggio in Oriente.

     

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